La tempestad que te vió correr.

Una imagen difícil de olvidar: el viento, las hojas, los árboles, la gente.

Te abracé con tanta fuerza como pude y besé despacio tu cara sabiendo que era la última vez. Me acurruqué en tu cuello y te murmuré algo ensordecedor. Te volviste piedra, en un segundo me apartaste y yo pude ver la única mirada que no había conocido hasta ese día.

Lo supe de inmediato pero no pude escuchar más de seis palabras antes de perder el sentido del oído; quería irme pero me hormigueaban las piernas. Justo cuando quise decir algo, descubrí que había perdido la voz en el preciso instante en que se desataron esos vientos violentos que azotaban a los árboles tumbándoles montones de hojas que se arrojaban como navajas hacia los transeúntes, costaba trabajo domar los cabellos comandados por un remolino que, tal parece, sólo nos envolvió a ti y a mí. Era como si mi corazón turbado hubiera tratado de gritar todo lo que le agitaba en ese momento porque yo había perdido el habla, para por fin soltarse a llorar cuando pareció un mejor momento.

No pude decir nada, tal vez uno de mis mayores aciertos. Me senté frente a ti y te ví desbaratarlo todo como el viento a los árboles esa tarde, en ese corredor gentrificado del Centro Histórico con cuestionables propiedades arquitectónicas para soportar desastres naturales.

A estas alturas, ya te habrá alcanzado el augurio y yo tengo que prepararme para cuando te llegue esa correspondencia. Escribí esto a ver si por fin me olvido yo de esa tempestad que fui cuando te vi correr.

Demasiadas quejas.

Siempre tengo demasiadas quejas pero esta vez me parece que son más bien las justas.
Frida decidió no venir a casa a dormir y avisarme aproximadamente a la una de la mañana, casi puedo imaginármela como un conejito empapado, poniendo esa tierna cara de tonta y hablando suavecito para preguntarme si tiene permiso de no venir a dormir. Por supuesto que no tienes permiso, zopenca, y por supuesto que no lo tienes a la una de la mañana, qué cinismo.

Ayer mismo, harta de tener que lidiar todos los días con su constante desdén por los horarios y su atrevido juego de adultez, la hice escuchar un discurso acerca de cómo no soy responsable de ella y no quiero serlo, le dije que si creía que estaba creciendo y que ahora tomaba pleno control de sus tiempos y desplazamientos, entonces tenía que entender que era responsable de ella misma y tenía que cuidarse y no confiarle a nadie más su propia seguridad, en la medida de lo posible.

Nunca quise ser responsable de Frida, no me mal entiendan, no es que no quiera cuidarla, es que no quiero tener que hacerme cargo de ella. No lo quise a los siete cuando nació pero mis padres trabajaban y mis hermanos estaban en sus propios asuntos como para recordar cambiarle los pañales o darle su mamila; no lo quise después, cuando nuestros padres se separaron, mamá dejó la casa y todos tuvimos un período de reajuste pero nadie sabía muy bien qué hacer un un bebé llorón; tampoco lo quise cuando iba en la preparatoria y no podía pasar tiempo después de clases con mis amigos o mi novio porque tenía que recoger a Frida de la escuela, quitarle el uniforme y hacerle de comer, para que cada día me hiciera berrinches por no querer comer lo mismo que un par de días atrás. Nunca quise hacerme cargo y al final lo hice, con todos sus malos modos y sus chingaderas, así cada que mis padres deciden entrar en crisis y hacerse sordos, ahí estoy yo dándole de mi propio dinero para que se vaya a la escuela, comprando sus libros y más recientemente, desde que mamá juega a la ley del hielo, haciéndome cargo de los estúpidos horarios de llegada, preguntando dónde está, a qué hora llega, con quién está, por qué no avisó. Como si tuviera la energía vital para, siquiera, hacerme cargo de mí misma.

Entonces dí ese discurso y un día después Frida decidió no llegar, pero me preguntó a la una de la mañana si tenía permiso de quedarse a dormir y tuve que recordarle que yo no doy permisos porque no soy responsable de ella. Como dije, no es que no quiera cuidarla, entonces le recomendé que tomara sus decisiones y me hiciera saber cómo podía ayudarla, si acaso necesitaba un taxi, o que fuera yo misma por ella, o que monitoreara su ubicación, lo que sea que necesitara pero antes tendría que decidir.

El problema con Frida es que es muy joven y muy estúpida para tomar sus propias decisiones y hacerse cargo de ella misma pero se cree muy grande y muy lista para hacerlo, tenía que concedérselo para poder quitarme una carga de encima y, con suerte, darle una lección a esa niña insolente. Como era de esperarse, lo hizo terrible, porque decidió quedarse en un lugar desconocido rodeada de idiotas a los que llama amigos aunque les conoce desde hace poco y podrían hacerle daño. No sé dónde está ni cómo encontrarla, ni a quién llamar ni a quién preguntar, no tengo manera de saberlo y si mañana no vuelve no sabré dónde empezar a buscar. Demasiado joven y demasiado estúpida para tomar sus propias decisiones y hacerse cargo de ella misma.

Después de todo, no importa cuánto lo niegue y cuántos discursos dé, ahora mismo no puedo dormir porque siento que es mi responsabilidad. Se salió con la suya y yo tengo las quejas justas.

Poderosa

Eran sus ojos negros y la forma en que los guiñaba, o su sonrisa y las marcas que se hundían en sus mejillas; acaso la forma en la que me miraba desde la primera vez, como clavando sus tiernos ojos en los míos para que no pudiera olvidarle nunca.

Le gustaba el té y se sabía los nombres de algunas flores, cada una asociada a una historia que irremediablemente iba a contar. Le gustaban las historias, siempre tenía alguna, las mejores eran las que desataban esa risa a la que era difícil seguirle el ritmo, a veces era como una explosión, otras pausada y a destiempos, aguda o desbaratada, nunca se sabía qué risa podía venir pero era contagiosa y servía para saber que estaba ahí, conmigo y riéndose.

Tocaba su barbilla cuando leía o miraba algo con atención, de pronto acariciaba su labio inferior, a veces recargaba la barba sobre un pulgar, entrecerraba los ojos, llevaba su mano al pelo y lo recorría suavemente en una serie de gestos casi continuos e hipnóticos que hubiera podido quedarme a observar por horas.

En los días más calurosos se le antojaba beber tepache, un fermentado de piña del que podía tomar litros enteros. Bebió tepache la primera vez que la ví y más de una vez la sorprendí buscando barriles anaranjados  por las calles del centro, como si pudiera rastrearlos hasta dar con ellos.

Creo que extraño su sonrisa y las marcas de sus mejillas que la acompañaban, sus pestañas guiñadas y sus labios como hechos a mano. Creo que extraño la textura de su cabello y su incapacidad para permanecer peinado. Extraño su voz y su forma de abrazarme, como si nunca más fuera a soltarme, como si ya hubiera estado aquí antes y no quisiera perderse jamás.

Tenía todo este poder y no lo sabía, como no supo nunca que busqué sus historias, su risa y sus ojos en todas las flores que me encontré creciendo silvestres entre el asfalto, en cada barril anaranjado que me crucé por el centro y en cada trago de té que pensé que podía gustarle y quise compartirle, justo cuando ya se había ido.