En el extenso listado de resultados de una convocatoria a la que apliqué, me encontré con dos personas con quienes compartes tus inusuales apellidos. Quise escribirte para contarte esa extraña y tonta casualidad, porque me emocionó descubrir esa singular forma de escritura que, de alguna manera, nunca se me ocurrió.
Nos habría dado para un par de mensajes, habríamos hecho uno o dos chistes bobísimos, tal vez me habrías vuelto a contar la historia del origen de tu apellido y resaltado el gracioso orgullo familiar. Luego probablemente habríamos pasado a ponernos al día, unas cuantas menciones a cosas más o menos relevantes, unas cuantas risas, tal vez me habrías presionado para que te contara la historia de un suceso digno de burlas que anuncié hace unos días en tuiter. Si hubiéramos hablado mucho más o no, no lo sabremos porque elegí nunca contarte.
Elegí no escribirte ese día y hace ya un tiempo que elegí no darte más la oportunidad de decepcionarme, al final tal vez era mi culpa por poner tantas expectativas ahí. Siendo justa, me lo advertiste hace mucho, pero a mí me tomó un tiempo comprender que nuestro vínculo, de la forma que fuera, no era ni de cerca recíproco, ni profundo, ni plenamente sincero después de todo. Me temo que no sabes o no quieres corresponderme, tal vez nunca supiste y seguramente sea mi culpa también por acostumbrarte a esa clase de dinámica en la que tampoco hacía muchísima falta.
Puedo ver que sabes procurar vínculos, construirlos sólidos, cuidar de ellos, es sólo que tú elegiste no probar de eso en nuestro vínculo y yo me demoré, tal vez demasiado, en respetar tu elección.